Seis falacias típicas sobre la actualidad política de América Latina.

Quienes se interesan por el panorama político latinoamericano, generalmente parten de un diagnóstico de actualidad, a partir del cual se identifican y priorizan determinados problemas.

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El objeto de las discusiones podría reducirse a dos preguntas fundamentales: a) ¿de qué tipo de problema hablamos (político, institucional, económico o aun sociocultural)?; b) ¿cuáles serían las alternativas o soluciones posibles a dichos problemas?
Que las discusiones más frecuentes sobre estas cuestiones puedan aquí ser presentadas con relativa claridad, desde luego no implica que sean llevadas a cabo con igual precisión. Es por eso que me gustaría esbozar, aunque sea provisoriamente, seis falaci
as repetidas en los debates sobre el contexto político de América Latina. Una falacia es un modo de razonar que parece válido pero no lo es.
 1. La falacia del laboratorio – Se observa a los países latinoamericanos como si fueran laboratorios políticos, es decir, como si cada gobierno no fuera otra cosa que un experimento organizativo, cuyos resultados serán probablemente inestables y provisorios.
El error aquí es suponer que los países latinoamericanos son «jóvenes» y, por tanto, que sus proyectos políticos son elaborados sin experiencia histórica. De este modo, la falacia del labor
atorio nos conduce a resignaros y aceptar la idea de que América Latina «todavía tiene que aprender». Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina, son entonces gobiernos populistas (en otras palabras: adolescentes) que no han alcanzado la madurez política necesaria para volverse serios y responsables. Una decisión como la del gobierno uruguayo de legalizar la marihuana, por ejemplo, no es evaluada desde un punto de vista sistémico, sino como una aventurada del simpático y exótico Presidente Mujica.
 2. La falacia de la «Patria Grande» – La idea de «Patria Grande», elaborada por algunos intelectuales latinoamericanos a comienzo del siglo XX, representa un proyecto regional de unidad política en América Latina. Cuando hoy se compara la situación de Venezuela con la de Ecuador, la de México con Colombia o la de Uruguay con Chile, suponemos que existen continuidades históricas entre estos países y, en consecuencia, no advertimos lo específico de la coyuntura actual. Sin duda que la historia colonial y la independencia latinoamericana, constituyen puntos en común entre estos países, pero esto no significa que desde allí podamos deducir lazos de solidaridad recíproca entre estos países, pues de hecho siempre hubo rivalidad y competencia al interior de esta región, a saber: entre Brasil y Argentina, entre Venezuela y Colombia, entre Chile y Perú y, naturalmente, entre México y EE. UU. La falacia de la «Patria Grande» ignora, lisa y llanamente, estos conflictos internos y supone una «hermandad entre los pueblos latinoamericanos».
3. La falacia de la revolución – De la mano de muchos nostálgicos y románticos guevaristas, se sigue asociando a América Latina con el «escenario de las revoluciones progresistas», lo cual lleva a depositar en cualquier tipo de cambio (institucional, económico, social) altísimas expectativas que, naturalmente, acaban en un rotundo fracaso. La falacia de la revolución se apoya en una representación específica del cambio revolucionario, a saber: el modelo francés. En otras palabras: no hablamos de una revolución planificada a largo plazo o de una reestructuración progresiva de las principales políticas públicas, sino lisa y llanamente de acabar con un régimen y dar inicio a otro. Decapitar a Luis XVI y traer a Napoleón. De allí que la década de los años noventa en América Latina, caracterizada por una obediencia casi unánime a las recomendaciones del Consenso de Washington, no sólo se presente como el gran error de las políticas económicas, sino como el enemigo histórico de los gobiernos de izquierda que han surgido en el subcontinente a partir de Hugo Chávez.
4. La falacia empresarial – Se basa en confundir gobierno con gestión. Un gobierno latinoamericano no está aislado del mundo, sino todo lo contrario: decide siempre en relación a un contexto global, es decir, no administra sino que gobierna a una sociedad. La falacia empresarial nos hace imaginarnos a una sociedad como si fuera, lisa y llanamente, una empresa que anualmente contabiliza sus pérdidas y ganancias. Pero una sociedad no es una organización específica que persigue el aumento de la tasa de ganancia, sino el modelo general que tienen los seres humanos para organizarse y convivir políticamente. De modo que si bien es legítimo exigirle a un presidente que rinda cuentas al final de su mandato, sería nuevamente utópico esperar de él un diagnóstico absolutamente positivo y esperanzador. ¿Por qué? Porque en América Latina hacer política significa lidiar, permanentemente, con los problemas estructurales de la pobreza, la desigualdad y la injusticia. La falacia empresarial, en la medida que confunde gobernar con gestionar, juega con nuestra desesperación y verdadero deseo de cambio y nos hace creer que a un gobierno se le puede exigir «resultados». Pero si sólo se tratara de «resultados», bastaría con retroceder a las viejas políticas neoliberales y aceptar cualquier tipo de inversión extranjera con tal de aumentar el PBI anual, ¿no? A ver si nos entendemos: los gobiernos no administran a una sociedad, sino que toman decisiones en relación a ella. La política no se «mide» en una tabla contable.
5. La falacia geopolítica – Cuando en 1898 España pierde la guerra contra Estados Unidos, América Latina deja de ver en este país un ejemplo a seguir y nace la ya tradicional actitud antimperialista representada en aquel entonces por intelectuales como José Martí, José Enrique Rodó o Roque Sáenz Peña. A partir de ese momento, fueron muchos en América Latina quienes se dieron cuenta que la lucha antimperialista era un elemento constitutivo para una política latinoamericanista en favor de la integración regional. Esta tradición política, pese a sus reiterados fracasos y esporádico apoyo social masivo, logró formar una clara actitud militante —todavía hoy muy vigente cuya principal tarea se concentró en la denuncia de las estrategias de EE. UU. para controlar a los países latinoamericanos. Actualmente, si bien EE. UU. todavía dispone de más de setenta bases militares en toda América Latina, hoy vivimos en un mundo multipolar donde EE. UU no es el único actor: aparecen China, Rusia, India, Brasil, etc.
Así, en primer lugar, la falacia geopolítica significa continuar viendo en EE. UU. a la única fuente de las penurias y felicidades para América Latina. De este modo olvidamos a
China, quien por ejemplo entre 2005 y 2013, otorgó a la región un total de 102.200 millones de dólares en préstamos, sin contar las multimillonarias inversiones en los sectores petrolero y minero. En segundo lugar, si China se proyecta como el inversor y socio comercial más importante de América Latina, no deberíamos creer que automáticamente este país pretende reproducir la política expansiva e intervencionista que caracterizó históricamente a Inglaterra y EE. UU. Bueno, esto es justamente lo que nos hace creer la falacia geopolítica, a saber: que los chinos «nos quieren dominar como los yanquis». Finalmente, quienes caen en estas paranoias ideológicas, no se dan cuenta de que las redes de alianzas políticas y el agigantado presupuesto militar de EE. UU., no son algo como un «paquete» que se traslada de mano en mano entre los líderes del mundo para intercalarse el poder, sino que representa una serie de costos (históricos, económicos y políticos) que llevaría a cualquier país a la bancarrota.
6. La falacia de tematización – Cada vez que discutimos, ejercitamos un modo de tematizar determinados problemas. En el caso de América Latina, son predominantes los problemas de corrupción e impunidad, derechos humanos, narcotráfico e inoperatividad del Estado, de populismo, reconocimiento de los pueblos originarios, discriminación a la mujer, etc., etc. Afirmar que son éstos los principales asuntos del subcontinente, es lo mismo que decir que todo lo demás no importa o carece de interés: sea la investigación científica y académica, el desenvolvimiento de las artes, las alternativas habitacionales y opciones laborales de los jóvenes, en fin, cualquier cosa que no se corresponda con el modo habitual de tematizar a América Latina, sencillamente no se tiene en cuenta. Así, la falacia de tematización, nos conduce a reducir la enorme diversidad y complejidad de toda una región a cuestiones de violencia, luchas sociales, memoria y tragedias del pasado, poblaciones indígenas, antimperialismo, es decir, todo aquello que muchos identifican como «diferente» (o incluso «auténtico») en América Latina. Pero yo pregunto: ¿diferente respecto a quién? Una vez más, respecto a Europa (o EE. UU.). La falacia de tematización no es otra cosa que una expresión de eurocentrismo mental: es ignorar la propia comlejidad de la región a la que uno pertenece, para venderla en una forma simplificada y exótica a cambio del reconocimiento de papá o mamá Europa.

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Al proponer estas «falacias» sobre la actualidad política latinoamericana, no hago otra cosa que insistir en lo de siempre: ¡basta de reducir la enorme y riquísima diversidad de América Latina! Seamos un poquito más astutos y descubramos la complejidad de nuestra historia y cultura; observemos las distintas creencias religiosas y tradiciones mitológicas; aprendamos de las grandes obras y de los grandes errores de este subcontinente. Y, pese a todo, no nos sintamos obligados a ser fieles a todo esto, sino todo lo contrario: dudemos, pongamos en cuestión esta herencia, intentemos renovarla o reinventarla, pero nunca obedecerla porque «es nuestra» ¡ni mucho menos «defenderla» porque sí!

En diciembre de 1960, Carlos Quijano escribía una de sus últimas correspondencias desde París para el semanario uruguayo Marcha. En ella se dirigía de este modo a los jóvenes de América Latina: «A los jóvenes de hoy no les esperan, por suerte, días de paz. No conocerán triunfos deslumbradores ni verán la fábrica erguida sobre la colina, vencedora del tiempo y de los horizontes. Como el personaje de Anouilh deberán aprender a quedarse solos. Es un duro aprendizaje que termina cuando llega la muerte. Pero de ellos será la posibilidad de participar en la más excitante y generosa aventura de nuestra historia; la posibilidad de vivir en vez de vegetar; la posibilidad de crear, en estas tierras desampradas, en lugar de repetir y copiar».

¿Te quedó alguna duda? Dale, a trabajar…

Mateo Dieste,
23.III.2015

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